domingo, enero 15, 2006

En la luna


Lo que hace un año de matar moscas con la cola y lo bien que vivía yo siendo una simple vaca dormidora. Mi primer día de incorporación al trabajo ha sido de lo más involutivo. Después de diez años volando cometo los peores errores de una novata. Llego tarde a la firma, me olvido los identificadores y tengo que robarle uno a un compañero, raspar su nombre y pintar el mío con una pluma que me deja los dedos negros todo el vuelo. No tengo guantes porque están prohibidos y yo me las doy de escriba para disimular. Un piloto que va de extra como pasajero no hace sino ajustarse las gafas para leer el borrón de nombre que mancha mi chapa identificativa, que no puede ser más cutre, pero como la sobrecargo es miope, despistada y coqueta (no lleva gafas), no se da cuenta y yo la mantengo. El piloto ya siente una curiosidad impertinente, tanto que me llama para intentar descubrir qué le pasa a la chapa. Uy, se me ha manchado, mejor me la quito. Y me voy corriendo para que no indague más. Llega el momento de dar la bienvenida a bordo. Les digo que nos vamos a Palma, pero vamos a Barcelona. Horror, me he colado, lo siento. La sobrecargo comienza a dar las instrucciones de seguridad y yo hago la demostración del chaleco salvavidas. Un pasajero me mira y yo pienso que el uniforme me favorece tanto que es normal que me mire con tanta complicidad. Me interrumpe para decirme que me he colocado el chaleco salvavidas al revés. Qué va, hombre, a mí me va a decir cómo se coloca un chaleco, llevo diez años poniéndomelo. Oye, pues sí, tenía razón el de la mirada cómplice. Ay, qué despiste. Ya sabe, tantos vuelos enloquecen. Me voy rodando por el pasillo, tan roja como una sandía, me siento en mi transportín y me pongo a pensar en Clara Janés, mi único consuelo cuando llegue al Hotel de Palma.
Ay, si no fuera porque nunca viajo sola, si no fuera porque La voz de Ofelia me ha hecho recordar que mi única misión en este mundo es la poesía y que me debo a ella en cuerpo y en alma, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza y hasta que la muerte nos separe. Porque de lo que estoy segura, aunque no lo haya dicho el pez chakra esta mañana en el curso de Mandalas, es de que estoy hecha de materia poética. Toda mi vida parece estar diseñada para que me ocurran constantemente cosas que algún día puedan llenar mi biografía en un manual de literatura. ¿No tenéis la sensación de que todos los escritores han llevado una vida inusual, extraña, catastrófica y vertiginosa? ¿Acaso no estamos unidos por el mismo denominador común que nos lleva a la destrucción para la construcción?
Entiendo profundamente la relación que hubo entre Clara y Holan porque yo, en cierto modo, me identifico con ella. Ella ama y se va hasta Praga a conocer al extraño ser anacoreta encerrado en la isla de Kampa que dio forma al objeto de su amor, su poesía. Yo, en cambio, me fui hasta Italia, a Malcesine, en el Lago di Garda, a conocer a Zulo, una escultura de Víctor Ochoa y me enamoré de él, de Zulo, un hombre solitario que escondía su cabeza entre sus piernas. Sufría y yo le besaba. A Víctor le hizo mucha gracia e hizo que todos me trataran como a una Principessa en el Lago di Garda. Quizás no se tratara nada más que de una vaca aburguesada que se aburre y coge un avión para plantarle un beso al trozo de hierro pensante en el lago di Garda. Quizás. Pero lo cierto es que si no fuera por esas excentricidades ya hace tiempo que habría dejado de dar leche poecológica.