lunes, junio 19, 2017

Ayer sufrí las consecuencias de una abstinencia nunca experimentada. Salía de casa con mi coche cuando de pronto me dio un vuelco al corazón. Metí la mano en mi bolso, rebusqué como quien lava una ensalada y nada, no estaba, lo había olvidado en casa. Pude haber regresado pero llegaba tarde y me daba mucha pereza deshacer el camino andado. Pensé que podría vivir sin ello y proseguí. A medida que iba avanzando comenzaron los primeros síntomas. Todas las medicinas llevan un prospecto informando de dosis, profilaxis, efectos secundarios, un número en caso de intoxicación o de sobredosis, etc... Pero en este caso nada, pura praxis. 

Los primeros efectos no tardaron en llegar. Comencé a sentir angustia, a transpirar, y no era precisamente porque hiciera mucho calor y la carretera costera estuviera repleta de coches playeros dificultando la circulación. Desaparcar un coche en este periodo lleva el doble de tiempo, tienen que introducir en el coche los flotadores, las neveras, las sombrillas, las toallas, a la abuela, a los niños desperdigados con sus cubos y sus palas... mientras el afortunado y paciente conductor espera (en el único carril) a que todo se resuelva y pueda aparcar. Así cada dos por tres. Un viaje de 9 km eterno. Pero en fin, mi angustia no era solo por este motivo. 

Una vez superados los primeros síntomas, apareció un estado de paranoia compulsiva. Comencé a imaginarme situaciones catastróficas; una rueda pinchada, tres vueltas de campana y caída al mar, un secuestro por una banda de mafiosos rusos, un atropello de familia cordobesa al completo, con neveras, sombrillas, tumbonas, cubos y palas volando por el arcén  (me vi haciéndole el boca a boca al pater familias con su rostro sudoroso y con aceite de lata de atún en la comisura de los labios), caída de un helicóptero anunciante sobre mi capó, con su enorme banda de tela publicitaria cubriendo mi coche, o algo más mundano, un control de policía donde descubrirían que aún no he pasado la ITV y muestro signos de ebriedad mental. Puse la radio y me distraje, un horror, hablaban de política, la apagué y cesaron mis pensamientos melodramáticos, los hay peores.

La fila de coches avanzaba lentamente, apareció otro efecto, un tic de mano constante hacia el interior del bolso. Nada, lo había olvidado en casa. Mano al volante, 3 segundos después, mano al bolso de nuevo, ¨que no, que te lo has dejado en casa¨, mano al volante, y así unas 400 veces. Qué aburrimiento de atasco. Y me apareció otro efecto más, el de la ausencia. No estoy localizable, nadie sabe dónde estoy, no puedo contestar a los 300 grupos de wassap, me pierdo las conversaciones sobre el calor que hace en Madrid, los nuevos descubrimientos de belleza antiage, los planes de fin de semana que requieren una respuesta inmediata, la moción de censura, los memes, las memeces... no estoy, no existo. 


Finalmente llegué a mi destino, estuve 30 minutos y regresé a casa. Al entrar fui disparada hacia la mesilla donde había olvidado mi móvil. Tenía un atasco playero de mensajes, conversaciones acabadas, memes, memeces, pero ninguno interesándose por mis 2 horas de ausencia. No somos nadie...