sábado, abril 26, 2008

EL CUARTO DÍA de CECILIA QUÍLEZ


A Cecilia Quílez le han contado que el alumbramiento fue terrible. Ocurrió en el cuarto día, que es el primero después de su resurrección. Porque es terrible nacer de la resaca y de la aniquilación, dar vueltas y vueltas en la placenta envidiando la suerte de los peces. Y es que morir de un mal ácido fue terrible, tan terrible como lo fuera la belleza para Rilke.
Y Cecilia me hace recordar esta primera Elegía de Duino, donde el poeta toma conciencia del poder de la belleza.
Pues la belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible" decía Rilke. Y dentro de lo terrible está la esperanza, morir naciendo, hacer olas con las manos sabiendo que cuanto más velozmente las agites más alta será la cresta a la que tú, Cecilia, como un ángel terriblemente hermoso te subirás para contemplar el mundo y transformarlo, como te subes a la mesa y olvidas el vértigo. Blanchot decía que Orfeo convierte el movimiento de morir en movimiento infinito y posibilidad infinita de seguir muriendo en el interior de lo que es, por lo cual se regresa eternamente desde el no ser al ser.
Cecilia, poeta de la deconstrucción de su yo poético, se lleva a sí misma hasta las últimas consecuencias, hasta la desaparición del yo interior, porque sabe que sólo es posible un verso nuevo desde la no existencia. Y para no existir tiene que desaparecer y ser concebida de nuevo por el dios de las palabras. Y vuelvo a Rilke porque en la voz de Cecilia, que nace el cuarto día, que es el primero después de la resurrección, constato lo que ya una vez leí de forma visionaria en los sonetos Orfeos: «¿No es demasiado si el vaso de rosas a veces sobrevive? / ¡Oh! ¿Cómo no comprenden que le es preciso desaparecer?» Y sí es cierto lo que intuyes, amiga poeta, que de un vaso de sangre mana una flor y eso es belleza.
Y basta ya de citas, pero me ocurre que leo El cuarto día y no puedo evitar la memoria poética, ese ir de atrás a delante en un vaivén por el mundo del antes, del ahora y del después en un continium indisoluble que nos hace alargar la cadena del verso anclado en la conciencia humana. El antes siempre es en ti el inicio de los textos sagrados y toda la tradición literaria que ha generado y que tanto ha afectado a tu obra. El ahora eres tú, aquí y ahora, que te moriste de un mal ácido para resurgir el cuarto día que es el primero después de tu resurrección. Y, ¿el después? Siempre nos quedará el después en ti, porque quien muere para renacer poéticamente es infinito.

E infinito es el mar en el que te gestas de nuevo. Nadas bajo el agua en las horas que preceden al parto multiplicándote en un banco de peces. No ves el horizonte porque es infinito, pero sabes que en algún lugar te espera la bahía y está cerca tu alumbramiento. Ahí está, ya lo tocas y te vas a través de la garganta solitariamente iluminada porque todos, más aún el poeta, más aún tú, nacemos completamente solos. Sí, atraviesas la garganta como un útero que comienza a hablar, a decir. Y naces de nuevo con tu voz nueva untada de líquido amniótico. Y yo me quedo aquí sentada frente a este banco de peces que ahora eres tú, como una niña obsesionada con las vueltas que da el tambor de la lavadora pensando en dónde estarás yendo, porque dices que te vas porque te llama Rafael desde las aguas. Líquida excelencia donde esperas que aquel niño que te arrebató la infancia te de su bendición. Tus ojos ya han sido de nuevo bautizados y ahora eres una niña que habla con las olas, pero no estás loca, no lo suficiente, aunque digas que eres mayor y que tienes demasiados secretos que llevarte a la tumba. Prescindes del aire porque sólo te hace falta el agua y una red donde retener las piedras que te hieren.
Ya está el orden creado, el orden de tus cosas y te inventas tu propio tiempo aun sabiendo que fue el tiempo el que te eligió a ti en la memoria eterna de los días. No hay escapatoria, lo sabes, y aún así eres capaz de dar la vuelta a todos los relojes y despistar las manillas que caen sobre tu cuerpo intermitente, un cuerpo que va y viene como un péndulo oscilando entre el más acá y más allá de la fragilidad. Quieres irte, pero te quedas, como dices, fantasma colgada en las perchas del tiempo… como una hermosa ánfora que no quiere ser contemplada ni tampoco bebida, añades en ese orden de tus cosas desbaratándose en un punto de fuga que te hace tener el sexo débil, como débil es la tentación de quien se entrega cada noche a la última voluntad del guerrero antes de cambiar la cama por el lecho bélico. Porque sabes que cada instante es la última vez y bebes un vino fuerte como sólo los valientes beben el placer, haciendo honor a Cavafis. Porque tú eres voraz, eres insaciable y tienes hambre. Sí, la belleza es insoportable, inútil la avaricia por comerse la vida, pero tú te la comes cada día cuando escribes, poniendo tus vísceras encima del escritorio esperando a ver si pasa alguien que las tamice como a las lentejas que se desahucian en el mármol. Porque en toda entrega poética hay un desprendimiento y tú te desprendes, porque eres poeta con conciencia y voluntad de poeta. Te han tomado la palabra primero, después los ojos y ahora tu carne. Tu autenticidad en el poema trasciende el glamour con el que enfrentas la vida cotidiana, una realidad que no quieres que te pueda, por eso aguantas con calma la respiración y quieres dejar de existir tres horas cada tarde. Porque amas esa belleza terrible que te hace hermosa por dentro y por fuera, cuidas tu estética y la estética de tu voz poética. Porque tú sí conoces las palabras, porque te has bañado en ellas y ahora estás en el agua con un propósito de enmienda.
No dejarse asesinar por el miedo, y tú no tienes miedo por eso lo arriesgas todo, sabiendo que están en juego tu voz y tu aliento. Sabes que todos te están mirando fuera del acuario mientras tú das vueltas en el agua envidiando la suerte de los peces. Y hace falta valor para seguir dentro del agua disolviéndote mientras otros se protegen con trajes de neopreno y escafandras para ver el mundo de los peces sin sentir siquiera cómo ablanda la piel el agua. Tú sí estás mojada, porque sabes que el desierto es para las langostas aburridas. De vez en cuando sacas la cabeza del agua para coger aire, aunque coger aire no te salve la vida y sea sólo un acto involuntario. A ti sólo te salva la poesía, este mar donde te bañas y en donde nos esperas para que sintamos contigo cómo se arruga la piel en el tiempo detenido, cómo se siente el placer cuando no hay vendas en los ojos y las piernas se abren porque sabemos quién tiene la llave y el ansia de borrar la identidad que la vida imprime sobre la frente. Porque es verdad, ya lo dices, que volvemos y volvemos a las mismas cosas y es verdad también que nuestra historia está escrita repetidamente sobre venas de hierro que unen ciudades inquebrantables en las ausencias. Por eso te haces a ti misma cada noche, la noche en la que se entregan los poemas que arderán en la pira indestructible de las mañanas y después otra vez la noche y otra vez la entrega del sexo, la entrega del poema. No le temes al pecado porque pecar no es de cobardes. Eres una Venus que no necesita espejos porque tú eres el espejo y estás bañada en oro. Y gozas con el misterio de quien te ve, porque no se mira a sí mismo. Y se iluminan tus sábanas cuando tanteas la belleza entre las ascuas aun sabiendo que puede no ser hermoso lo que encuentres, pero sabiendo que sólo la belleza puede volver carne a la palabra. Es doloroso, sí, el misterio también es doloroso porque corona las sienes de espinas, pero ahí está la gloria de tu suerte que sigues avanzando aun expulsada del paraíso imaginario, volcándote a la voluntad del pecado que te hace tan poeta, tan humana, ofreciendo tu cabeza a tu último deseo de tirar la espada al mar, al mar, para despertar después del cuento y escaparte de las nieves y la reina mentirosa. Porque sí ha sido bueno recordar quién eres tú hoy, Cecilia, aquí, aquí y ahora en este libro y verte emprender una nueva marcha mientras dejas atrás tus despojos custodiados por las ninfas, la túnica sagrada, la piel inservible y el ácido mal. Ya descansan tus reliquias. La resaca remite. El cuarto día es el primero después de tu resurrección. Y ahora, querida poeta, querida amiga, haznos escuchar el canto de los apóstoles mientras nosotros ablandamos nuestros sentidos en el agua sagrada que hoy bautiza tu nuevo libro.