sábado, noviembre 15, 2008

Presentación de Alexandra Domínguez

ALGUNAS COSAS DE ALEXANDRA DOMÍNGUEZ PARA NO OLVIDAR


En una ocasión el poeta mexicano José Emilio Pacheco intentó responder a la eterna pregunta de qué es poesía y dijo que la poesía es la sombra de la memoria. Yo llevo mucho tiempo intentando encontrar una definición, pero no llego nada más que a aproximaciones e incoherencias. Por eso he decidido quedarme a la sombra de esa memoria o de ese árbol tan difícil de clasificar y seguir contemplando cómo le siguen naciendo ramas y hojas, y flores y frutos, sin preguntarme por quién creó al árbol, sino por quiénes lo riegan, lo podan y lo custodian.
Y me ocurre que a veces, pocas veces, me encuentro con algún jardinero de esa memoria, alguien que como Alexandra, no se pone guantes de goma, sino que toca los tallos sin temerle a sus espinas y se pincha los dedos, sin miedo a quedar eternamente dormida. Porque para oler la flor hay que acercársela a la nariz y eso es lo que hace Alexandra con el arte, la música, el ser humano y la poesía; lo agarra con la mano, cierra el puño y lo eleva hacia su pituitaria, inhala su aroma y lo guarda en el perfumero de su voz y su conciencia.
Yo tuve la suerte de conocerla un día en una cena de invierno bajo la sombra de un árbol cubierto de flores raras, en el estricto sentido de lo extraordinario, y ella, en vez de hacerme flor de temporada o de plástico, me acogió con sus dos manos generosas y me sonrió con esos ojos con conciencia de ojos que han aprendido el difícil oficio de saber mirar y me habló con esos oídos con conciencia de oídos que han descubierto el misterio de la comunicación. Y después se fueron sucediendo las estaciones con sus ventanas de lluvia, vaho y huellas de manos amistosas hasta hoy en que me encuentro aquí sentada a la mesa de un ser humano, poeta y pintora que puso en mi memoria humana, poética y pictórica cosas de ella para nunca olvidar.
Alexandra habla de la invisibilidad como los enamorados hablan de su primer beso, del primer roce de labios que se hacen invisibles, en ese instante en el que dejan de ser labios para convertirse en beso. Y esa invisibilidad que habita en lo intangible de un poema es donde veo a la poeta que nos enseña y lo afirma, que lo que se ve, se ve aunque uno sea ciego. La realidad ya no es una secuencia de verbo e imagen, sino un aleph de universos entrelazados donde residen la imaginación y la fe en lo invisible. Un lugar que no sólo se transita, sino que se mimetiza con el alma para seguir siendo adentro y afuera. Porque las estrellas no sólo están en el cielo para contemplarlas. Las estrellas, decía Mestre, son para quien las trabaja, y trabajarlas no sólo es cuestión de cincel sino de espíritu. Y el espíritu está en la casa de los habitantes invisibles. Tú eres ese habitante invisible, Alexandra, y como todo lo invisible todo lo abarcas. Como los sueños que no temen a los juicios y se manifiestan sin importarles que alguien les convierta en conejo de mago o romero en manos de una cíngara. Tú sueñas porque sabes estar y sobre todo, sabes ser, en esta casa de huéspedes a la que llamas poesía. Y saber ser no es un misterio para los que han escuchado el canto de un colibrí y saben que mueren envenenados bajo las buganvillas.
Tú has conquistado el aire para que hablemos de lo insignificante, para que el sueño sea un sueño para el sueño y un motivo para dormir sentados escuchando el eco de los relámpagos sin miedo a la fulminación.
Detrás de lo terrible está también lo bello, como el carbón pereciendo entre las llamas para no dejar morirse de frío al indigente. Y detrás de lo terrible de este mundo estás tú, Alexandra, que te deshaces en voces para que la belleza tampoco se muera de frío.


La verdad está en los otros, tú lo sabes bien que eres la voyeur de las ánimas desapercibidas. Y yo, que he aprendido que la verdad es viento en la arena, vibración en el pasamanos de una escalera mecánica, zambullido de los cantos rodados en la planicie de un estanque bordeado por niños de campo. La verdad es el instante en que te detienes a hacer pompas de humo con tu cigarrillo Dunhill después de haber aspirado el bosque de Rimbaud o de haberle cepillado el cabello a la bella Emily Dickinson con un cepillo de plumas de ave transparente.
Así es como te veo, querida Alexandra, como un ángel sobrevolando Berlín, lugar que se me ocurre porque ya se le ocurrió a Wenders y esto es algo también para no olvidar. Un ángel sobrevolando Berlín, pero sin querer dejar de ser ángel, porque no te hace falta dejar de estar en el cielo contemplando para seguir en el cielo contemplando, acariciando los harapos del mendigo o las lentejuelas de un percebe que quiere ser más hermoso; asida a la rama de un sombrero de paja para convencer a las aves de que el hombre que las espanta es inofensivo; sosteniendo tus pinceles con un peto vaquero para apuntar al lienzo sin sospechar que hacía rato que el lienzo se había rendido a tus pies; escuchando jazz en el Central sin saber que alguien soñaría esa noche contigo, imaginándote parisina o dama de un cuento de Dickens; regañándole a la noche por durar menos de la cuenta o siguiendo con tus labios insonoros el poema recitándose solo en el acordeón del poeta; y aunque pueda parecer cursi, que a veces me da por serlo, también te veo yendo hacia tus diecisiete pasando desapercibida, porque el tiempo detiene su reloj cuando encuentra una sonrisa que torna dichoso el corazón de los hombres y llena sus bolsillos con algo parecido a la esperanza. Y es así es como te veo, querida Alexandra, como una poeta que escribe versos para llevar en el corazón y en el bolsillo.
Beatriz Russo