miércoles, junio 21, 2017

Saboreando la victoria

Llevaba varias semanas entrenando. Mi método no era el más adecuado, lo sabía, pero era el mío. Siempre seleccionaba a la misma cajera del supermercado, hacía fila y colocaba por grupos toda la compra del carrito metálico del supermercado; los productos frescos, las latas, las bebidas, los congelados... y me ponía en línea de salida. Cuando me llegaba el turno salía disparada al otro extremo de la caja, en la línea de meta de mi compra, le pedía las bolsas de plástico calculadas e iniciaba la competición. La cajera me miraba desafiante y comenzaba a pasar los productos por el escáner como si fuera Eduardo manos tijeras en versión cajera de supermercado. Casi no se le veían las manos mientras mis productos se iban amontonando como señoras a las puertas de las rebajas. El pollo mezclándose con el pan, la verdura en comunión con el pescado, las latas haciendo barricada, ni el detergente lograba frenar su carrera por el podium. No había quien la ganara. Yo me centraba en ir introduciendo cada cosa en su bolsa, para evitar la mezcla. Sabía que iba a perder, siempre perdía. De nada serviría que la distrajera con algún truco de despiste como decirle que acababa de ver cómo robaban en la sección de encurtidos, o informarle de que tenía un moco en la nariz con la seguridad de que interrumpiría la carrera. Era imbatible. Cuando acababa, y con el rostro victorioso, me entregaba el ticket de compra mientras yo seguía haciéndome un lío con el pollo, los mejillones, las galletas, la panela, el pan. Nunca se me dio muy bien clasificar... no sé por qué insistía en mantener mi método.


Pero ayer me cambió la suerte, aunque es cierto que iba algo dopada, me había tomado vitamina C con 4 pastillas de magnesio de Ana María Lajusticia (pero esto nunca lo sabrían). Llené el carrito metálico de la compra, me dirigí a la caja, allí estaba ella, lista para competir. Cuando me tocó el turno la miré dando el toque de salidas y comencé a introducir la compra a toda pastilla, mis manos parecían las de un trilero, nadie sabía si había cogido el pollo, las sardinas, el champú o las cápsulas de café. En cero coma uno toda mi compra estaba dentro de las bolsas de plástico, mezclada, sin miramientos clasistas, más sabor para el pan mediterráneo, huevos con aroma de boquerones, pan de molde aplastado, no me importaba el mestizaje, tenía que ganar. Y gané con la última lata de berberechos entregada en mano que inmediatamente encesté provocando una sonrisa sardónica en la cajera. ¡Gané!- le dije. La cajera se rió y me regaló un paquete de chicles de hierbabuena para que saboreara mi victoria. Eso es espíritu deportivo y saber perder...

lunes, junio 19, 2017

Ayer sufrí las consecuencias de una abstinencia nunca experimentada. Salía de casa con mi coche cuando de pronto me dio un vuelco al corazón. Metí la mano en mi bolso, rebusqué como quien lava una ensalada y nada, no estaba, lo había olvidado en casa. Pude haber regresado pero llegaba tarde y me daba mucha pereza deshacer el camino andado. Pensé que podría vivir sin ello y proseguí. A medida que iba avanzando comenzaron los primeros síntomas. Todas las medicinas llevan un prospecto informando de dosis, profilaxis, efectos secundarios, un número en caso de intoxicación o de sobredosis, etc... Pero en este caso nada, pura praxis. 

Los primeros efectos no tardaron en llegar. Comencé a sentir angustia, a transpirar, y no era precisamente porque hiciera mucho calor y la carretera costera estuviera repleta de coches playeros dificultando la circulación. Desaparcar un coche en este periodo lleva el doble de tiempo, tienen que introducir en el coche los flotadores, las neveras, las sombrillas, las toallas, a la abuela, a los niños desperdigados con sus cubos y sus palas... mientras el afortunado y paciente conductor espera (en el único carril) a que todo se resuelva y pueda aparcar. Así cada dos por tres. Un viaje de 9 km eterno. Pero en fin, mi angustia no era solo por este motivo. 

Una vez superados los primeros síntomas, apareció un estado de paranoia compulsiva. Comencé a imaginarme situaciones catastróficas; una rueda pinchada, tres vueltas de campana y caída al mar, un secuestro por una banda de mafiosos rusos, un atropello de familia cordobesa al completo, con neveras, sombrillas, tumbonas, cubos y palas volando por el arcén  (me vi haciéndole el boca a boca al pater familias con su rostro sudoroso y con aceite de lata de atún en la comisura de los labios), caída de un helicóptero anunciante sobre mi capó, con su enorme banda de tela publicitaria cubriendo mi coche, o algo más mundano, un control de policía donde descubrirían que aún no he pasado la ITV y muestro signos de ebriedad mental. Puse la radio y me distraje, un horror, hablaban de política, la apagué y cesaron mis pensamientos melodramáticos, los hay peores.

La fila de coches avanzaba lentamente, apareció otro efecto, un tic de mano constante hacia el interior del bolso. Nada, lo había olvidado en casa. Mano al volante, 3 segundos después, mano al bolso de nuevo, ¨que no, que te lo has dejado en casa¨, mano al volante, y así unas 400 veces. Qué aburrimiento de atasco. Y me apareció otro efecto más, el de la ausencia. No estoy localizable, nadie sabe dónde estoy, no puedo contestar a los 300 grupos de wassap, me pierdo las conversaciones sobre el calor que hace en Madrid, los nuevos descubrimientos de belleza antiage, los planes de fin de semana que requieren una respuesta inmediata, la moción de censura, los memes, las memeces... no estoy, no existo. 


Finalmente llegué a mi destino, estuve 30 minutos y regresé a casa. Al entrar fui disparada hacia la mesilla donde había olvidado mi móvil. Tenía un atasco playero de mensajes, conversaciones acabadas, memes, memeces, pero ninguno interesándose por mis 2 horas de ausencia. No somos nadie...

miércoles, junio 14, 2017

El año pasado un amigo me invitó a su gran boda, quizás la gran boda del año, o de la década, o del siglo... ya se verá... La ceremonia se celebraba en una hermosa Masía en L'Empordà a la que llegábamos gracias a unos autocares dispuestos por los novios que salían de Barcelona. La noche anterior a mi viaje a la ciudad condal me subió la fiebre a unos grados similares a los de Sevilla en agosto. Aun así, decidí ir.

Pasé la noche bebiendo agua sin parar, con la esperanza de que la fiebre se ahogara en Font Vella. Por la mañana me encontraba mejor, aunque no tuve en cuenta los efectos de mi polidipsia. Nos subimos al autocar y empezamos un viaje que yo creía más breve. Yo llevaba una botella de agua de 1.5l que me bebí en un plis. Al cabo de 15 minutos comencé a sentir los efectos biológicos de mi desmesurada hidratación. El tiempo pasaba y mi incontinencia se agudizaba. Llegamos a L'Empordà, tan hermosa, tan inhóspita, tan sin baños donde poder resolver mi grave problema fisiológico. Si es verdad que somos un 80% agua, yo ya era un 150%. No podía resistirlo más. El autocar estaba repleto de invitados desconocidos y yo me retorcía en el asiento. Mi compañera de al lado se percató y me preguntó si me sentía mal. Le dije que estaba a punto de romper aguas. No estaba embarazada, no, estaba a punto de licuarme como un pomelo maduro. Avisamos al conductor de mi inminente parto acuoso. Nos dijo que por el camino no había posibilidad. Ay, qué bonita L'Empordà y qué desprovista de árboles o arbustos... De pronto informé de nuevo de mi inminente urgencia. El vehículo repleto de invitados masculinos procedentes de México, yo con un vestido de guante ceñido y unos tacones más altos que el abeto soñado para mi alivio. El autocar se atascó de pronto en uno de esos socavones que a veces aparecen en los caminos campestres (y que yo me suelo encontrar inoportunamente). Algunos invitados impolutos descendieron para ayudar al conductor desesperado a sacar el gigantesco autocar de su trampa. Yo comenzaba a tener contracciones, el sudor corría mi maquillaje, quizás era buena idea que el agua saliera por mis poros, pero, ¿tan lentamente? Finalmente la bestia con ruedas salió ilesa de su cepo. No yo, la cosa iba empeorando hasta tal punto que grité como una parturienta: ¡Paré! Y obedeció.

Había unos arbustos en la orilla y salí disparada junto con doncellas voluntarias que sostenían mi abrigo para cubrirme de los posibles mirones masculinos. En ese momento deseé ser uno de ellos. Cuando descendimos del autocar nos encontramos con un coche aparcado, había un hombre dentro: - Y usted agache la cabeza y no mire, ¿qué diablo hace usted aquí? – grité con ese humor desesperado de una gestante sin anestesia en las puertas del paritorio. Pobre, agachó la cabeza y no sé si miró. Mis doncellas sostenían el abrigo mientras yo hacía equilibrios sobre mis tacones. Inevitable, no atiné y mis medias sufrieron los efectos de mi mala puntería. No me importó, ya volvía a ser 80% agua de nuevo, o quizás menos... Al salir de los arbustos me enganché las medias y regresé al autocar como si viniera de un campo de entrenamiento militar. Maquillaje corrido, medias mojadas y enganchadas y yo aún doblada por el dolor. Recibí el mejor aplauso de mi vida, el más merecido de toda mi carrera literaria.

Cuando llegué a la Masía me encontré de cara con el novio, que me miró algo alucinado por mi estado. Afortunadamente llevo medias de repuesto y maquillaje de retoque. Entré en el baño y salí como si nada hubiera pasado. Lista para la ceremonia y el estelar episodio surrealista que vendría más tarde.

Los días previos a la boda la wedding planner me envió la documentación necesaria para no perderme el gran evento que incluía un listado de alojamientos cercanos. La mayor parte ya había alcanzado su máxima ocupación, no tanto por el número de invitados, que eran muchos muchísimos, sino porque era ¡Semana Santa! Finalmente encontré una casa rural con una vidriera modernista que me pareció muy romántica para la ocasión. Estaba situada en una pequeña aldea con una densidad de población que podría contarse con los dedos de las manos y los pies de un equipo de waterpolo. Muy tranquila, sí, allí en mitad de la campiña ampurdanesa, para que nadie me molestara del probable trasnocheo e ingente copeo...

Como el conductor había tardado más de la cuenta, con su enganche en el socavón y la invitada incontinente que paró su autocar lleno de mexicanos, fuimos directamente a la ceremonia, sin pasar por nuestros respectivos hoteles. Nos recibió el equipo de la wedding planner para ubicar nuestras maletas. Ya iríamos más tarde.

La boda merecería un capítulo aparte, pero me centraré en mi aventura. La ceremonia transcurrió sin ningún incidente, bordeé la piscina con cuidado de no caerme en el agua con mis tacones subversivos (aún no los tenía domados y me la podían liar), dejé de beber agua y cuidé mi postura para que no reventara mi vestido al levantarme. Prueba superada, después fuimos al cóctel ubicado en el jardín. Allí me fui cruzando con mexicanos que me sonreían al pasar y ladeaban la cabeza como indicándome dónde se encontraba el baño por si las moscas. Otros me hacían gestos de precaución al verme con una bebida en la mano. Era evidente que me había hecho famosa en la boda. ¿Cómo se referirían a mí? ¿la meona de la boda? ¿la incontinente? ¿La Tena Lady? Mi alto sentido de la estética no podía permitir que pasara a los álbumes de la gran boda del año con tales calificativos. Y parece ser que mis guardianes del Olimpo me escucharon. Pronto los apelativos quedarían eclipsados por otros...

He de decir que fue uno de los ¨convites¨ más divertidos que recuerdo. El cóctel fue espectacular, había una barra para cada tipo de comida. Barra de mariscos y pescados, de carne, de comida de autor, de lector, de cervezas, de vinos, de Gin Tonics, de tequila, de todo. Recuerdo que me dio por el marisco (alimento no muy adecuado para el ácido úrico), y bebí ¨como solo los valientes beben el placer¨. El día transcurrió entre comidas, bebidas, bailes, conciertos de grupos, risas, toilettes y demás entretenimientos. Llegó la noche y empezaron los 3 turnos programados de microbuses que trasladaban a los invitados. El primero salía antes del gran buffet mexicano. ¿Cómo me lo iba a perder si yo mato por una enchilada? El segundo partía antes del baile final, el más divertido, el más desinhibido, donde coincidiríamos todos ya reconocidos al haber pasado un día entero juntos (yo iba con ventaja, ya me había presentado por la mañana). Y el tercero y último salía después de que previsiblemente mis tacones ya se hubieran vengado de mis pies. Me esperé al último.

Acabó la fiesta. Los dos últimos microbuses nos esperaban para llevarnos a descansar. Me informaron de que mi alojamiento era el último de la ruta. Cuando llegamos a mi destino, no quedaba nadie más en el microbús. La casa rural estaba en la única plaza del pueblo y ni un alma en pena por la calle a las 5 de la mañana, salvo la mía. Les pedí que esperaran a que me abrieran la puerta y aceptaron. Llamé una, dos y tres millones de veces a la puerta. Nada. Llamé por teléfono una, dos, y tres millones de veces. Nada. Regresé al microbús y les informé de mi infortunio. Recordé entonces que la wedding planner me había dado su número en caso de emergencia. La llamé.

Como era lógico, ella ya estaba en la cama. Me dijo que no me preocupara que encontraríamos otro alojamiento. Entré en el microbús, afuera hacía un frío impopular, y los dos conductores y yo nos pusimos a buscar en internet hoteles cercanos. La Wedding planner hacía los mismo. No recuerdo el barrido hotelero online que hicimos y las llamadas de teléfono, pero sé que llegamos hasta la playa, hasta Barcelona y casi hasta Francia. Era Semana Santa y comprobé que la gente no se puede quedar en casa rezando por esas fechas, no. La cosa se ponía fea, el reloj iba a su cuerda y yo homeless total. La wedding planner me propuso ir a dormir a su casa, con su marido y sus cuatro hijos. No acepté, antes de molestarla duermo bajo un puente, aunque parecía que en ese diminuto pueblo no había ningún puente. Los conductores preocupados hicieron suya mi causa. No podían dejarme allí tirada, y 
comenzaron a hablar en catalán. Yo los observaba atónita y afectada por el sueño y la resaca.

- A ver, una cosa, dejad de hablar en catalán como si fuera un código secreto, que os entiendo todo, no es tan diferente al español... y me callé, no era momento de comenzar una discusión lingüística, estaba en peores condiciones.
- Pues comentábamos que no hay ninguna opción. No te vamos a dejar dormir en la calle, tienes que venirte a dormir a mi casa – me dijo uno de ellos.
- Es que en mi casa este fin de semana se han quedado los hijos de mi novia. Imagínate que no voy a llegar con una mujer como tú a casa de madrugada. No doy buena imagen – dijo el otro.
- ¿Una mujer como yo? – increpé.
- Bueno, me refiero a tan guapa y vestida de fiesta – se disculpó.
- Vale, pero ¿cómo me voy a ir a dormir a tu casa si no te conozco? – pregunté al solícito conductor.
- Pues es lo único que puedo ofrecerte, no creo que tengas más opciones, salvo la calle. Además en mi casa estarás cómoda, tengo una habitación de invitados con baño.

Sin otras opciones de cama y con una incontinencia doble, ya no solo líquida sino morfeica (me caía de sueño, y cuando yo me muero de sueño, lo parezco), acepté la invitación. El otro conductor se fue a su casa tan contento y yo acompañé a mi nuevo anfitrión a la cochera de los autobuses. No es necesario explicar en qué páramo oscuro e inhóspito se encontraba el garaje. Ni tampoco la nula iluminación que daban las estrellas por el eterno camino de tierra por el que me llevó. No quería pensar en el titular de los periódicos ni en mi obituario. El pobre anfitrión se percató de mi miedo y me dijo que entendía mi preocupación, pero que estuviera tranquila, no era un psicópata asesino, solo un hombre que no puede dejar tirada a una chica en mitad de la noche por esas tierras. Tenía razón, me calmé.

Finalmente llegamos a una aldea cuya densidad demográfica cabía en los dedos de las manos y los pies del portero del equipo de waterpolo. Nos detuvimos en frente a un gran portón y le pregunté por qué nos habíamos parado delante de esa preciosa y enorme Masía.
- Es que es mi casa– respondió.
- ¡Ostras, qué fuerte! – exclamé. Casi rompo a llorar. Qué mala es la desconfianza. Me sentí peor que fatal, si se puede.
- Para que te quedes aún más tranquila, tú vas a dormir en el ala izquierda y yo estaré en el ala derecha.

Me acompañó llevándome la maleta hasta la puerta de mi suite. Cómo podía haber estado tan inundada por el pánico y no ver el tipo de persona que era... Culpable, no hay nada que hacer.
- Descansa, voy a avisar a mi chica de que estás aquí – añadió.
- ¡¿Chica?! – podrías habérmelo dicho antes, me habrías evitado un sin fin de historietas macabras, que soy escritora, se me dispara la imaginación en un plis.

Se rió. A la mañana siguiente me despertó la llamada de la wedding planner, estaba muy alterada, preocupada por mi destino fatal. La tranquilicé y le conté lo ocurrido. Me pidió que invitara al conductor al último día de celebración de la gran boda, la calçotada con romescu, los arroces, la fideuá... Me arreglé y esperé a que mi anfitrión viniera a mi habitación a buscarme. Al poco llamaron a la puerta y abrí. Era su novia. No es lo que parece – le dije nada más verla. Se echó a reír, ya lo sabía. Me había preparado un desayuno maravilloso y me acompañó a la cocina donde me esperaba mi salvador nocturno.

Al llegar a la Masía de la boda con mis anfitriones improvisados, mi amigo, que ya estaba al corriente de todo, se acercó al conductor y le dio un abrazo. Gracias por haber cuidado de mi amiga, le dijo, y les invitó a unirse a la fiesta. Al cabo de un rato todos sabían lo ocurrido. Mi anterior apelativo había sido sustituido por otro. Se me ocurren unos cuantos, pero en este caso, pondré el foco en mis anfitriones solidarios. A veces ocurre que hay gente excepcional en el mundo y yo la encontré en L'Empordà, aquella noche en que pude haber descubierto qué se siente siendo una homeless.