UN MAL ÁCIDO
Cuando Cecilia me pidió que fuera una de las presentadoras de su libro Un mal ácido, di un bote tan alto que me colé en la casa del zapatero de Cecilienta (porque todos los poetas tenemos algo de cenicienta antes de publicar, limpiando con nuestros mejores guantes de goma los fogones donde se cuecen nuestras vísceras, dando cera al suelo para que los resbalones sean al menos brillantes) y pensé “mi amiga me pide que presente su libro y yo ahora me siento la diseñadora de sus zapatos en su segundo baile de Gala, ¿y si se los dejo pequeños y le aprietan y le hacen rozaduras y tuerce el gesto y el príncipe no quiere bailar con ella por mi culpa?”. “Si al menos fuera Manolo Blanik (ella y yo compartimos ese punto frívolo por Sex in the city y Carrie Bradsaw), el éxito de esta noche estaría garantizado” y si no el marketing se encargaría de que así fuera. Pero no lo soy y aquí no hay marketing que valga y no importa, porque no hace falta ser un diseñador de moda para que Cecilia baile con el príncipe. Eso se lo dejamos para los que no saben bailar solos. Ella ya ha sido elegida en este baile de versos que es la poesía, la horma de sus zapatos me la da ella con su libro. Y hoy tiene un príncipe con quien bailar (qué mejor príncipe que Mestre) y una dama de compañía, yo, (qué mejor dama de compañía que una buena amiga).
Y ya aclarado que hoy presento a una princesa, hablaré de su vestido o de su ropa interior, no de su lencería: la interior, la que no se puede ni lavar ni planchar y no es desechable porque el alma no es desechable.
Un mal ácido es un título muy acertado para este libro que consta de dos partes: Un mal ácido y La mano en la Fuente.
La poeta es breve, tan breve como el regurgitar de una comida mal ingerida, que produce una quemazón similar al del reflujo en el esófago. Y ha de ser así, como un banquete que se disfruta aun sabiendo que después quizás sea necesario un antiácido. La poesía no ha de pasar inadvertida, ha de devolvernos la piel perdida para que se siga estremeciendo y se le ponga a uno/a el vello de punta. Y Cecilia sabe mucho de esto; de estremecer y de poner los pelos de punta.
Cuando uno decide abrir este libro, aun sabiendo lo que le espera, no puede dejar de leer porque en el fondo aquí están escritas las miserias. La misma miseria que pudo haber vivido Jesucristo en la última cena. La historia de una traición tan despiadada como la de Judas.
En la primera parte la poeta soporta el dolor, se retuerce entre los versos con un angustia a veces serena, con la indigestión de Un mal ácido, con un dejarse llevar porque después de esto ya nada importa, se aplicará la irrigación. Le han roto una mejilla, sólo le queda resistir sobre la otra mejilla, la del sueño “el mundo está loco, yo me duermo”, “ Sólo entonces puedo dormir, quedarme en el mundo de los cuerdos”. La poeta se recuesta sobre un diván y mañana Dios dirá, las heridas sólo tienen la cura del sueño. Y a lo Scarlett O´Hara piensa que ya lo hará mañana, por eso sale a la calle con su lista de tareas imposibles en una ciudad donde incluso morirse es un milagro. Y esa calle tiene un mercado donde podrían venderse sueños y en cambio se subastan cabezas al mejor postor. Mientras, ella jura no hablar del frío, pero aquí está con él, como mientras, ella podría jurar no mostrar sus cicatrices, pero ahí siguen en su piel. Y de entre todas las cicatrices la peor es la mentira. Y digo yo: ¿por qué la traición no se vistió de boa desde el principio? ¿para qué tanto baile de serpientes si ella nunca tocó la flauta? Y la traición también se vistió de Judas, pero equivocó el veneno, no era mortal. Qué ironía. Una vez le dijo una monja “qué poco aprendes… qué poco comes… qué poco rezas” Ay, amiga, ¡Qué difícil es pedir la absolución por pecar de inocencia!
Y la cura del sueño llega a su fin en la segunda parte, La mano en la Fuente, donde la poeta toma conciencia de esa traición y se despierta con la resaca del mal ácido, como si esa mano traidora le hubiera salpicado con el agua fría de la fuente. Sí, se despierta, no como el ave Fénix, que está ya muy visto, sino como una mangosta destructora de los huevos de cocodrilo. No más cocodrilos.“Desnuda, no se detiene. Corren tras ella”, corren tras la poeta que de pronto se detiene. Ya ha llegado, se da la vuelta, desenvaina el verso y se revela con una acertada “tetra” de esgrimista en cada poema: “Tú, la ciega mentirosa, me cogiste las medidas con la suerte del idiota” touchée “Caminarás per eternum a horcajadas, y en el trasero una astilla puñetera, falo mentiroso que tú creíste poseer” touchée “Aguanta y mírame, tú, la indigna” touchée “ Pasa, inevitable perfidia remuévete dentro del laberinto intestinal”. Fin del duelo. ¿Clemencia? Ahora la traición sufrirá el juicio y su castigo en la noche sempiterna de San Juan.
Con una voz directa, que se funda en el alfa de los pasajes bíblicos (primera constancia, creo, de la primera traición), en el sentir de quien no le hace concesiones al verso y cree en la palabra y su liason con el sentir más íntimo, un sentir de cualquier drama que nunca pasa de moda porque el amor, el odio o el dolor nunca pasan de moda, tan reales como la vida de cualquier ser humano de antes, de ahora y de después, que grita cuando le pellizcan, que se defiende con las manos, que traspasa muros de serpientes y escala torres infinitas porque está en juego su honor. La verdad está por encima del perdón y el verso es su mejor aliado. Su dignidad de mejor poeta y mejor mujer se refleja en Un mal ácido. Porque aquí están todos los conjuros, la fe en la justicia y el paralelismo con la condena bíblica. Pagarán los pecadores sus pecados, los traidores sus traiciones con una condena inapelable. Y la poeta se librará porque ella posee la suerte de Lázaro. Piensa esto, le dice, soy muchas cosas que tú no podrás cambiar, por muchos rostros, por muchas vidas que te queden. Yo me levanté más de una vez y aún ando”. Y me llega la voz de su invocación, el grito de Scarlet O´Hara de nuevo, un grito de ovarios a modo de “A Dios pongo por testigo que nunca más volverán a hacerme daño” y magistralmente cierra el poemario:
“No más perdón, no más arena en el reloj. Silencio, Silba. Una gota de agua en los cristales. Amanece”
El viento se llevó muchas cosas, sí, pero en este libro, Un mal ácido, está escrito a conciencia lo que no pudo llevarse.
Beatriz Russo, 2007
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