Disfrutadla.
Entrevista a Juan Carlos Mestre
Ámbito Cultural, espacio de cultura de El Corte Inglés
MARTA AGUDO
M.A. Antes de comenzar, tengo que darte la enhorabuena por tu magnífico libro de poemas La casa roja. ¿Nos puedes resumir su gestación, eras consciente de que llevabas tiempo sin publicar y de algún modo eso te ha condicionado, para bien o para mal, en su escritura?
J.C.M. Quiero expresar mi gratitud por tu generosidad. Una vez dicho esto, no me veo en la jaula del tiempo, estoy más cerca de la inexistencia y la nada que de los relojes de la sociología de la escritura. A veces creo que escribo desde la nostalgia de lo que no tendrá futuro, otras desde el porvenir de la única certeza del pasado. Entre las toneladas de pensamiento de cuanto uno ha leído, aparece la fugacidad de un diálogo, uno se inserta en él, más como una voz sin boca que como un protagonista singularizado en la escena. No hay guión, no hay preceptiva, tampoco mapa que lo conduzca a uno hacia la isla de los tesoros inexistentes. Vigilancia ante el vacío, tenues balizas para orientar al náufrago de la razón. Eso es todo, dudar y no saber, dejarse conducir habiendo renunciado antes a todo ejercicio que suponga algún grado de autoridad estética, esa plaga que lleva siglos descendiendo sobre los museos de la lírica. Un libro de poemas se hace solo, se construye desde la minoría que hay en uno contra la voluntad mayoritaria de las intenciones aprendidas, contra las obediencias de la literatura.
M.A. En él se combina tu tono épico y surrealista más habitual con uno nuevo basado en la indagación de lo coloquial, en la ironía con la realidad circundante. ¿Cómo llegas a escribir poemas como “Sobras completas”, “Cibercafé”, “Mcsonet” o “Instructivo para llamar al teléfono móvil de la eternidad”? ¿Te ha costado mucho dar este giro hacia una poesía más próxima a la de Jorge Riechmann?
J.C.M. ¿Tono surrealista? ¿Qué es el surrealismo sino un invento de los inquisidores de la imaginación? Existió, existe, existirá otra manera de estar en el mundo, de entender el hecho poético fuera de los modelos canónicos de los discursos de poder, un salirse del surco de lo previsible, una voluntad de herejía frente al dogmatismo de la obligatoriedad. Si por surrealismo entendemos la denuncia de la gran estafa de los textos jurídicos que determinan la legitimidad de todo acto libre de pensamiento, bienvenido sea el tono de lo incomunicable. Creo poco, pero sin duda más en la acción de la conciencia que en las formulaciones de su estilística. La poesía es conflicto entre los lenguajes de la delicadeza humana y la crueldad vergonzosa de la publicidad. No es quien escribe el que llega a alterar la lógica de los supuestos, sino el texto en el que revela las zonas de la contrariedad, las semejanzas ocultas entre lo real desconocido y las figuras de la razón evidente. No se escribe, se es escrito por la voluntad contraria de lo que tantas veces se pretende significar, la ironía de lo paradójico, la insumisión de la poesía ante los hábitos de la costumbre. Mira, yo no me atrevo con casi nada, pero casi todo se atreve a acercarse a mí y hacerme trizas la cabeza. Vivo esa experiencia, no la relato líricamente, y lo que queda, si algo sobrevive a la aventura de ese enigma, son las “sobras completas” de la imaginación, lo que le queda como salario del sueño al mendigo, a la prostituta o al poeta. A mí la inteligencia de mi amigo Jorge Riechmann no me ha dado nunca miedo, sino placer. Reservo mi miedo para la hipótesis de la resurrección.
M.A. Decía lo anterior porque en varios poemas, por ejemplo en “Sucede”, escribes “a tu manera” pero luego acabas con el registro coloquial. ¿Puede leerse como un sentimiento de derrota expresado en declaraciones como “escribir me quita el poco entusiasmo que me queda por lo concreto”?
J.C.M. Uno sale al poema sin saber qué va a encontrarse, qué abismo le va a tender los brazos a la esperanza, siempre crítica, de lo nocturno. La gente habla, pero nadie habla igual que otro, énfasis, monosílabos, solemnidades, parquedad… Un libro de poemas pudiera ser una caja de herramientas al servicio de la conciencia de otro, un “otro” en el que el poeta, ese ser carente por completo de identidad, como pensaba John Keats, es tantos como sea posible ser en el instante de la identificación, silencioso en la piedra, sufriente con la víctima o momentáneo en la duración. Toda forma poética implica algún grado de arrepentimiento por no saber hablar con lo invisible en el instante de lo preciso, cabría la mudez, pero también hay espacio para los lenguajes de la persuasión, para el goce de los juegos con las otras tabas mortales del pensamiento, que cifra en la escritura cierta ilusión civilizadora frente a la barbarie. De ahí posiblemente el poco entusiasmo a que te refieres. Poco puede hacer, si no continuar resistiendo, las cinco vocales del alfabeto contra la prosodia de los altavoces de guerra, contra la nueva esclavitud del consumo y los violentos arquetipos de la globalización de todos los disfraces de la violencia ideológica.
M.A. Al hilo de lo que comentas, el lector se encuentra en La casa roja con un libro que rebosa una poética crítica social, tanto al capitalismo (los burgueses, la erradicación de la poesía como forma de vida, etc.) como a las grandes utopías fracasadas (especialmente el comunismo). En unos peldaños más abajo también haces alusión a tu desesperanza ante la poesía y su periferia, o sea, ese mundo de falsos “camaradas” académicos y censores.
J.C.M. Lejos de mí la intención de resucitar a los profetas. Intento decir que todo encantamiento ha terminado, y que por vía inversa al discurso de Toni Negri, el reino de la posibilidad no está ya en manos de la sublimación retórica ni en el pensamiento débil de los actos de fuerza que conducen al indiferentismo, a que sea lo mismo un par de botas usadas que un Shakespeare, la Declaración Universal de los Derechos Humanos que el Decreto de una Ley de Extranjería. Hay grados de cualidad, eslabones claros de diferencia entre la banalidad y lo necesario, entre los valores de la dignidad y la apología criminal de la guerra. Cuando Oscar Wilde refería que la sociedad perdona con mayor frecuencia al criminal, pero no disculpa nunca al soñador, lo que estaba señalando es precisamente la caída en desgracia de la poesía como conducta, que no cabe confundir con ejemplaridad. Conducta del lenguaje hacia el norte del porvenir, una excavación en las zonas de peligro de la conciencia donde algún día sea innecesario que cada época se vengue de la anterior. El poeta contemporáneo ha de vender sus certezas para adquirir asombro, admiración por el indefenso ser humano, último destinatario de todo acto de voz. Claro que me siento más próximo a los apátridas que a los ministros del interior, a los mágicos cantores nahualts que a la épicas de los arcabuceros, más cerca de Carlos Marx y Walt Whitman que de las hechicerías que nos han dejado a las puertas de la casa de la conciencia la felicidad irredenta de millones de seres humanos arrojados a la fosa común por el autoritarismo. La historia de la poesía es también la historia de estos testimonios; testimoniar, mantener inmaculada y pura la sonrisa de los muertos es un deber moral de la poesía, un encargo que nadie nos ha hecho, y, por tanto, no contributivo en la hoja de servicios de nadie. El fracaso de ciertas utopías son también un fracaso como texto de inteligencia, pero la poesía sustituye las resignadas visiones de su “ningún lugar” por la anticipación de su futura nostalgia, es decir, la de “ningún lugar todavía”, el lenguaje en crisis que avanza, que retrocede, que se equivoca. Mi equivocación es esta, la he elegido, sigo oyendo el canto de los antepasados del sueño.
M.A. Si retomamos el orbe poético al que nos tenías acostumbrados, tu placer litúrgico por la palabra, ¿puedes hablar de tu influencia de la Torá como fuente de inspiración?
J.C.M. Poco me han importado las formas de la ritualidad y sus orbes litúrgicos. Sí, absolutamente, la inmanencia de la palabra, la gravitación de su presencia en la concepción de la poesía como un proyecto espiritual, más próximo a la cábala que a la lingüística, tan alejada de lo filológico y lo literario como próxima a alguna de las formas de intermediación con lo sagrado, sea lo que sea lo sagrado para cada uno de nosotros. La Torá es el libro, la fijación de la voz en escritura, lo oído, lo escuchado, la restitución de la palabra como consolación después de la pérdida de paraíso. Empezar a hablar es también abandonar el estado inicial de la inocencia, comenzar a interpretar en términos de habla el vínculo con el amor y la desolación, integrarse en la existencia de lo pronunciado, proseguir la ancestralidad del mandato. Posiblemente una sociedad guerrera produzca armas, como una religiosa lo que genere sean reliquias. Una sociedad basada en la cultura del libro no necesariamente ha de asegurar piedad y misericordia, pero es más probable que destierre el culto a los espectros de lo ominoso.
M.A. En determinados libros sagrados se da cuenta de las generaciones y generaciones que nos han precedido, es decir, se entiende que el pasado potencia el presente y viceversa: “Federico sedujo a Engels”. Así, tú has sido Lèdo Ivo, “el incrédulo”, Izet Zarajlic, Pasternak… ¿Sólo te concibes como sucesión de unas personalidades que inventas? ¿Presientes, por otra parte y de algún modo, el futuro?
J.C.M. Ni lo uno ni lo otro. Carezco de personalidad, afortunadamente también se ha acabado el tiempo de los adivinos. Las apariciones que cruzan las alcobas de La casa roja están convocadas desde una antigua alianza, la del fervor de mis lecturas, la compañía de algunos cómplices en la asamblea de la amistad y los vínculos. Me interesa sobre todo la poesía que establece una ruptura con la lógica de lo previsible, la búsqueda y el aplazamiento de sus hallazgos, la vinculación al enigma. "Sólo lo difícil es estimulante", decía Lezama Lima. Lo alentador en este caso tal vez sean las deudas de la dificultad, el grado de resistencia que oponen al conocimiento pragmático y la racionalidad obsesiva que ha desterrado el conocimiento intuitivo, la probabilidad cuántica del azar, la probabilidad del “todavía es posible” de la poética. Sí, lo difícil, como "movimiento real que destruye el estado de cosas existente", y no lo dijo Breton, lo dijo Carlos Marx, y algunos siglos antes ya lo habían entendido San Juan de la Cruz y los poetas nahualts. La poesía como presentimiento que desafía la dificultad del futuro.
M.A. A menudo recurres al microrrelato. Inicios como “En el penal de Espíritu Santo están los amigos culpables de todo”, “Érase una vez un muchacho”, “Vino a verme sin haber sido invitado y me dijo: ‘Siéntese’”, te dan pie al despliegue imaginativo que es toda tu poesía. ¿Cuántos Mestres eres capaz de inventarte, por qué ese deseo teatral de convertirte en protagonista de otra historia, “esa existencia pasada presente en el tiempo futuro, [que] se traduce en cansancio”?
J.C.M. No he escrito ni una sola línea que no haya tenido que ver con mi experiencia de vida, no son actos imaginativos relacionados con la fantasía literaria, en absoluto, son episodios centrales de mi propia biografía, yo he tenido amigos en el penal del Espíritu Santo, yo fui aquel muchacho que vendía souvenirs en el puerto para pagarse la Universidad. No he necesitado inventarme una vida, y ya lo lamento, los recursos de la imaginación me hubieran sin duda ayudado a hacer más llevadero el cansancio. Hay cansancio, claro que lo hay, el poeta siempre ha sido culpable de todo, de lo que hace y lo que deja de hacer, pero culpable de sí mismo, y eso, cuando menos, lo convierte en su propio protagonista, en una especie de taxista que lleva a la gente donde quiere ir, a ese lugar donde el poema aspira a ayudar a cada ser humano a vivir su propia vida. Ahora bien, la vida es oda, pero es también teatro, y elegía y sátira. La vida, esa cosa que decía Whitman nos sobraba de la muerte. Ningún recurso de la poesía que se haga presente para honrar, para dignificar, para enaltecer la condición humana será innecesario.
M.A. De tus textos se desprende una contundente confrontación personal con el resto de la realidad. En muchos poemas la describes: “El árbol que viste crecer de niño grita en el aserradero / Y las casas natales se derrumban bajo la lluvia. / / Los parroquianos discuten en la cantina sobre la redondez de la Tierra / (…) Las madres siguen desgranando guisantes bajo las lápidas”, y a continuación aparece el “yo” como persona que contempla, juzga y, sobre todo, siente: “Yo oiré las campanas en el centro del mundo / Mientras las casas natales se derrumban bajo la lluvia?”
J.C.M. Memoria, memoria y memoria. No es otra cosa esa presencia que aún no siendo invitada ocupa siempre su lugar en la balanza de la conciencia. Mi pueblo, en la paráfrasis de un magnífico poema del maestro Antonio Gamoneda, tiene un cementerio demasiado grande. No es tanta la gente que nos quiso durante épocas de penuria y silencio, los poetas hablan para una multitud que no existe, giran en el cielo como las vacas de Chagall tocando el violín azul que desprecian los comisarios de la utilidad.
M.A. Y al mismo tiempo, curiosamente, la figura del poeta aparece a menudo manchada por una fuerte carga de culpa, pendiente de pedir permiso por ser quien es. Por ejemplo, en el mayúsculo poema “El anzuelo de la libélula”: “Yo tenía una libélula en el corazón como otros tienen una patria / a la que adulan con la semilla de los ojos. Verdaderamente / las especies de la verdad son cosas difíciles de creer”, y pides luego perdón por resultar sincero contigo mismo: “Yo sólo tenía una libélula en el corazón como otros hermanos del vértigo”? ¿Por qué?
J.C.M. No lo sé, hay muchas cosas que ignoro sobre mi poesía. No tiene importancia. Decía Walter Benjamin que lo que ahora es comprendido algún día será entendido con la misma facilidad con que comprenden los niños el lenguaje de los pájaros la mañana de los domingos. La poesía hace preguntas, no da respuestas, deja huellas, piedrecitas blancas para señalar los días en que hemos sobrevivido a la angustia o hemos celebrado la existencia en la cordialidad del amor. No sé más, eso es todo.
M.A. El recurso que empleas de la salmodia, de una repetición incesante, ¿se debe a que así puedes aglutinar realidades diversas en un mismo poema, gracias a la “prosperidad de las repeticiones”, a las permanentes “metamorfosis” que acaban en la “nada” como en el poema del mismo nombre, o al deseo de dar muestra de la riqueza inabarcable de la realidad?
J.C.M. He creído poco en la escritura de las metáforas, esas palabras repeinadas con los soles viejos de la costumbre, que sólo cambian la realidad de sitio; más me gustaría estar cerca de una escritura de las metamorfosis que transformen, adelantándolos, los significados del porvenir. Es en las repeticiones, en el mantra persuasivo de su oración, en la prosperidad de su eco donde la voz que nunca responde acaso alguna vez nos oiga. Todo nuestro mundo interior es realidad, tal vez más real que el mundo externo y manifiestamente hiperreal. Muchas veces he pensado que quizá la poesía es la conciencia de algo de lo que no podemos tener conciencia de ninguna otra manera, una experiencia vedada a otro tipo de conocimiento, aquello que, desapercibido tras la apariencia física de las cosas, nos permite percibir el otro fluir cuántico de las partículas elementales del pensamiento, la ancestralidad de los sueños, esa intuición que nos permite seguir creyendo que en los solitarios parlamentos de la responsabilidad la única prohibición legítima ha de ser la prohibición del sufrimiento.
M.A. …Eres fiel a la tradición de la camaradería del poeta con los desamparados, con lo marginal…
J.C.M. Vivimos en la distopía, en el antónimo de lo que pudiera haber sido la existencia en el buen lugar. Esta y no otra es en nuestro presente la realidad de lo aciago, la sociología de lo negativo cauterizando las heridas que no nos prometió la razón. El patrimonio común de aquel sueño idealizado por Tomás Moro es hoy una cantera de cadáveres, un inasimilable censo de ciudadanos en busca de rostro. Lo impensable ha sucedido en el mejor de los mundos posibles. Aquí, alrededor de las palabras que intentando nombrar la felicidad, sólo han podido dar cuenta de una historia subyugada por su lealtad a los crímenes, la usura, el autoritarismo, la negación de la igualdad, la esclavitud del capitalismo. En la sociedad actual la Policía del Pensamiento, el Monopolio de la Verdad y la Teología del Mercado han alcanzado sus últimos objetivos. El mito del paraíso ha devorado a sus propios héroes y el “sentido para la realidad de lo posible” del que nos habla Musil en su novela El hombre sin atributos, pareciera ser hoy lo que Cioran denomina “la esclerosis de la rutina”, una sumisión a lo previsible y la paradoja de su impecable insensatez: la destrucción moral de los sueños, la tragedia de una sociedad que ha ido adquiriendo identidad en la medida que niega y repudia el pensamiento de cuanto de ella difiere. Todo esto podrá parecer pretencioso, ciertamente, pero sería infame no decirlo, callarse ante la contemplación de la barbarie y rendirse ante la corrección retórica.
M.A. En el final del libro figura una serie de poemas en prosa desoladores, que dejan al lector “a punto de revólver hacia el cementerio de las ambigüedades”. La pregunta es completamente ingenua, pero, ¿de dónde emana esa sucesión de orfandades, de crisis, de aquellas “columnas vertebrales de los suicidas” que no se habían advertido con tanta potencia en el resto de páginas de La casa roja?
J.C.M. Es la vida, mi amiga, que pasa con su caravana delante de la tumba donde las musas de los muchachos cuentan con los dedos las sílabas de la muerte. Es la prosa de las criaturas, “palabras civiles para después del tiempo” que diría mi irrepetible, mágico y admiradísimo poeta Rafael Pérez Estrada. Es mi amistad con la esperanza antes de cerrar los ojos.
1 comentario:
Esta entrevista me la llevo al ordenador de casa, al archivo. Y la releeré. Es muy interesante cómo dice y qué el sensible hijo del panadero.
Un abrazo,
Víktor
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