sábado, febrero 25, 2006
La vaca se sube a la parra
Berlín- berlinale (Parte II)
En fin, que después de otro de mis asiduos patinazos de percerción de la realidad, Hada Marina y yo cogimos un taxi conducido por un nigeriano que tenía problemas de ubicación y lo veía todo blanco para llegar a casa de Gaviota. Aparte de la ironía, Berlín estaba nevada y yo tenía los ojos llenos de legañas (los dulces del sueño, como lo llama pez sueco). Y entre mis ojos nevados por la misa de Mozart de la noche anterior en el Auditorio, donde tocaba pez Sergi como los ángeles, la metedura de pata en el vuelo y la mañana nevada, no estaba yo para mucha orientación.
Pero ya se encargaría la tarde de hacer que desarrollara un GPS, pero de GuaPaS. Estoy espídica y no le doy a la coca. Creo que el letargo del último año me ha llenado el depósito. Soy una vaca Eurosuper y me cunde. Ya lo creo que todo me cunde y tengo combustible para todo terreno. Comenzamos la tarde en un café de atrezzo okupa, donde el toilette es más acogedor que una suite nupcial. Incluso hay dos butacas de abuela flanqueando el inodoro, quizás para hacer más amena la espera o desmitificar las conversaciones escatológicas. Y mis oídos dan para mucho más que una conversación en mi territorio. Soy capaz de seguir todas las de mi perímetro auditivo y mantener la trama de la videoproyección en la pared (aunque mucha parte me la invente). Y aún, sin haber agotado mis facultades intelectuales, la adrenalina me pide una partida de futbolín donde la alianza hispano-sueca ve mermado su potencial lúdico en pro de la dicha en los amores. Qué se le va a hacer. Después caminamos y caminamos por las calles perezosas que postergan recoger los adornos navideños y la nieve en polvo, y llegamos a una Vinería que parece un espejismo de la decadencia rusa. Un laberinto de salas donde cada recoveco aguarda el brindis de las copas de vino. No sé cuántas botellas pudimos bebernos los cinco cosacos muertos de risa y canciones que el bando francés intentó copiar, pero les quedó muy soso. Mientras, el frente italiano se empeñaba en ofrecernos un vino siciliano al tiempo que los franceses hacían patria con un sauvignon mediocre. Pero no, para vino el nuestro y todos acabamos cantando la marsellesa para compensar. En esto, que el tipo extraño de al lado, vestido con falda, mallas negras dejando sus tobillos al descubierto y melena a lo Marlene Dietrich, se sienta junto a nosotros, el bando hispano-sueco-alemán y se hace unas fotillos para pasar el rato con nosotros, pero como no se sabe las canciones, regresa a su butaca rusa y se pone a escribir. Quién sabe qué estaría escribiendo. Y pensé por un instante que también podría ser un control de calidad. Lo mío es obsesivo. Después nos entra el hambre, saqueamos la cómoda de la abuela donde han instalado el bufet y seguimos bebiendo. Dan las doce. Salimos rumbo al gran Café Burger (Russen Disco) y como la lenta fila de los bailongos estaba ya formada al puro estilo de revista de cuartel, nos vamos a comer un Kebab, el mejor de mi vida, y desembocamos en el pub de los monstruos donde tuvo lugar la segunda gran parte de la gran noche rusa, aunque los monstruos eran universales y pegaban sustos al son del botón secreto de la barra del bar. Pero eso otro día, que ya me llega la melancolía.
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