jueves, junio 01, 2006

Una de cal y otra de arena


Ser una vaca que vuela tiene sus pros y sus contras. Los pros ya los conocemos todos, especialmente los terrestres que miran al cielo y se imaginan a la vaca que vuela yendo de un lugar a otro, visitando las capitales europeas y nacionales con ese glamour que sólo ven los que no pueden volar. Los contras son demasiados, pero a veces, los que volamos nos consolamos como podemos. Sin embargo, a veces ese consuelo no es suficiente, máxime si se trabaja en un entorno en el que te castigan si no vas a cenar con el obispo de la la capilla volante. En Airvatican puede pasar cualquier cosa. Pues nos ocurrió a las pobres monjitas aéreas que durante los tres días que duró nuestra peregrinación decidimos hacer un retiro espiritual nocturno a nuestras celdas de castigo y el obispo se ofendió por no compartir mesa con él. Al día siguiente nos echó un sermón penitenciario y nos hizo un exámen oral sobre seguridad aérea y como aprobamos le dio rabia y nos recriminó que hubiéramos ido voluntariamente a la celda de castigo y le hubiéramos dejado solo en la cena con el otro sacerdote. El caso es que ahora resulta que el trabajo no acaba en el aterrizaje. Eso no lo sabíamos. Después viene la cena (ojalá fuera la última) y la bendición de la mesa con convenios y demás sermones laborales (de qué nos va a hablar este obispo). En fin, que mi madre superiora está muy disgustada con lo ocurrido y ha decidido recurrir al sindicato de la curia aérea. Veremos a ver qué pasa.
Menos mal que me acompaña en estos días Joseph Brodsky y su Marca de Agua. Apuntes venecianos para servirme de consuelo, gracias a mi amigo Pez Jimmy, que es un obispo bueno y muy culto a quien sí acompañaría en todas las cenas. Quizás alguna vez la vaca que escribe naciera en Venecia. Creo que fue no hace mucho. Lo recordé hace 6 años, cuando visité por primera vez Piazza San Marco. Fue un encuentro inesperado. Había vivido durante 6 años en Italia y nunca quise visitar Venecia. Mi amiga Pez Milena me convenció de que le hiciera una visita. Ella vive allí. Pasó un rato hasta que me di cuenta de que estaba en Venecia, teníamos tantas cosas que contarnos que apenas me fijé por dónde caminaba, hasta que me di de bruces con la Piazza. Fue un amor a primera vista, un flechazo perturbador y rompí a llorar. Allí me teníais; enfrente de la Catedral llorando sin parar, llenando la Piazza de agua, agua que desembocó después en el Gran Canal. El síndrome de Stendhal me dejaba inmóvil frente a la belleza, paralizada como un obelisco.
Ya lo dice Brodsky "El ojo adquiere en esta ciudad una autonomía similar a la de la lágrima. La única diferencia es que no se separa del cuerpo, sino que lo subordina totalmente".
Creo que ese día volví a nacer, como tantas veces renazco frente a lo bello, dejando atrás algo de la fealdad inevitable que nos da la vida veloz y desordenada. De nuevo Brodsky "ningún egoísta puede brillar durante mucho tiempo en esta porcelana junto al agua cristalina, porque le roba el espectáculo" La fealdad siempre estará al servicio de la belleza, como el reverso de cartón barato de un cuadro que sólo se ve cuando se descuelga de la pared. Ante una obra bella, ¿quién necesita darle la vuelta al cuadro si no es para cambiarle el marco?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y Thomas Mann también encontró lo mismo al enfrentarse a la belleza personificada en las calles de venecia, así como en el paseo de una mujer desconocida por una calle de Venecia pintado por Sargent, reproducido en un postal de la National Gallery of Art que decora tu estantería.